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Leprosos del siglo XXI

Años ha, cuando leí Tristán e Isolda en esa curiosa edición de Cara y Cruz, me sorprendió ostensiblemente el castigo conferido a Isolda, la blonda. Su esposo, al sospechar que le había sido infiel, aplicando las leyes y castigos de la época la confina a andar con los leprosos que vagaban por los bosques británicos siendo el asco y el horror de todos. Para que ningún incauto tuviera que verse con esta gente infecta, debían portar campanas o cascabeles, en cualquier caso, algo que sonara advirtiendo su presencia indeseable y maldita y purulenta y todo lo demás. 

La lepra, junto a verrugas, jorobas y llagas; a la postre, lo feo, está asociado a la desgracia, y como nadie quiere encontrarse con ella, se le evita y poco se le desea. En ese orden de ideas, lo feo es indeseable y rechazado. Ahora también tenemos nuestros propios «leprosos» como antes lo fueron negros, mujeres contestonas, liberales, maricas, ateos/masones, campesinos revoltosos, godos o mamertos… podría decirse que este país es muy bueno inventando y violentando «leprosos». 

No obstante lo anterior y habiendo tanto para escoger, desde unos años para acá tengo la leve sospecha de que los leprosos del siglo XXI, esto es, los que odiarán de aquí hasta que se acabe el siglo, venimos siendo los fumadores, específicamente los fumadores de cigarrillo, porque, paradójicamente, la figura del mariguanero está al alza, ya vemos con otros ojos al antisocial de antes, ese que cubría con su fumarola de maracachafa los parques después de las diez. Desde que a Estados Unidos le dio por legalizarla, el uso e imaginario alrededor de la yerba ha ido cambiando, como ha ido cambiando la del fumador. 

Durante los cincuenta, fumar cigarrillo era, incluso, recomendado como digestivo; en los sesenta fue la delicia de la high class; de hecho, el cigarrillo fue unidad de medida, tal o cual finca estaba a cuatro puchos (cigarrillos fumados) de distancia; los aviones y restaurantes tenían zona de fumadores; había figuras emblemáticas cuya característica era el cigarrillo, como el hombre Marlboro, un vaquero tan macho que encendía su cigarro con un tizón de la fogata y en las tiendas vendían cigarrillos de menta que uno con siete años «fumaba» hasta quedar con los dedos empegostrados de azúcar. 

Ahora no, cada vez hay más leyes que nos excluyen, nos han sacado de todo lado, incluso piensan sacarnos, qué contrariedad, de la calle, porque contaminamos mucho, dicen; no las fábricas, el extractivismo o los transgénicos, sino que somos nosotros los que vamos matando a todo el mundo con el humo. Hay que escuchar todo el tiempo a los faros morales de la salud decir ¡Qué asco el olor! ¡No sabe lo que hace a los pulmones! ¡Nos está matando!… veo próxima la hora de estar condenado con un grupo de diez o quince fumadores a andar por ahí haciendo sonar la campana para no contagiar a nadie con nuestra presencia indeseable y maldita y purulenta y todo lo demás. 

 En Twitter: @k_amargo

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