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Los abuelos de la nada

A menos de que uno de los padres sea huérfano, digamos que todos tenemos cuatro abuelos. Unos más lejanos que otros, los abuelos van desde los que son prácticamente padres hasta los perfectos desconocidos porque viven muy lejos o no les pagaron ese préstamo familiar y no pudieron perdonarlo… A propósito de eso, pensaba en mis abuelos. 

Tres de cuatro ya duermen el silencio de los justos y la faltante, la sobreviviente, padece de 95 primaveras que vienen a ser demasiadas. De cualquier manera, no quiero hablar de mis abuelos, murieron cuando era yo muy pequeño y la que queda rondando por ahí no fue muy cercana porque se la pasaba viajando y cuidando nietos que no eran yo. 

Por las razones anteriores, siempre me creí un expósito de abuelos, asunto que en realidad me tenía sin cuidado. Sin embargo, hace algunos años caí en cuenta de que sí tuve a alguien que fungió como tal. No compartíamos apellido ni el mínimo rastro de sangre, pero el cielo es testigo de que me quiso y yo la quise a ella con la infinitud de la primera infancia. 

Ana, Anita, doña Ana para casi todos, era una vecina que vivía atrás de mi casa y, además de ser cariñosa conmigo, tenía otros roles dentro de la sociedad barrial: vecina quejumbrosa, señora brava y viejita del barrio. Para mí, toda ella era abrazo y sonrisa sempiterna, fulgor en los ojos y el mejor arroz con huevo del mundo. Para Anita solo había dos tipos de personas: los simples mortales y mi familia. Los demás, eran niñitos maleducados, sucios, estultos, «granujillas otoñales». 

En cambio, los de mi familia éramos educados, buenos mozos y límpidas azucenas ante sus ojos plagados de arrugas y parcialidad, ¿acaso los abuelos no son los peores jueces del mundo? Seres incapaces de ver a sus nietos como son porque han sido sobornados con besos, dulces y sonrisas. A ella la soborné con eso, pero también en especie. 

Cierta vez llegué a mi casa con una vaquita en cerámica que tenía un canasto ahíto de mazorcas; mi mamá, que no es de apreciar demasiado las manufacturas de su descendencia, me aconsejó que se la diera a Anita y omitiera eso de que había sido mi segunda opción. Aquella cerámica reposó en la pared de su cocina por muchísimos años. 

 Durante la adolescencia me mudé de ciudad y las visitas a Anita junto a sus cenas de arroz con huevo mermaron en demasía; sin embargo, siempre que pude irla a visitar allá estuve para abrazarla y mirarla a sus ojos negros, los más felices del mundo cuando me miraba. Desgraciadamente jamás me pude despedir. Anita me dejó un día cualquiera sin que nadie se dignara a decirme por olvido y no por pesar, pasarían semanas hasta que me diera cuenta de su deceso. Ahora, parte de esa infancia desapareció junto a la vaquita, mis visitas al barrio y sobre todo el abrazo de Ana, quien sería mi abuelita de la nada. En Twitter: @k_amargo

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