En días pasados, haciendo un recorrido
por los periodistas de «alto vuelo» que despachan desde la capital, hablaba con
algunos amigos de la calidad de los periodistas en Colombia, aquellos que
tienen fácil acceso a mandatarios, empresarios y celebridades por igual, el
panorama era desolador.
Desde nuestro desconocimiento del oficio, íbamos
mencionando nombres y rápidamente descalificábamos el quehacer de muchos de
ellos por diferentes razones. La parcialidad, la chabacanería, el amarillismo,
la falta de formación…
Realmente fueron pocos, ya por trayectoria, ya porque se
hayan hecho a pulso, los que, a nuestro criterio de oyentes y lectores de
provincia, representaban los verdaderos estandartes del periodismo de marras.
Quién es entonces un buen
periodista, nos preguntamos. Obviamente dijimos nombres, señalamos algunos,
hablamos mal de todos, rescatamos cosas, pero lo valioso de todo eso fue que
esgrimimos algunas cualidades o características del buen periodista. Debe ser
una persona que, sobre todo, lea, que consuma información de todo tipo: cine,
literatura, redes sociales, música (anfibio cultural, diría Mockus)... Sin
importar cuál sea el tipo de periodismo que haga, un periodista debe ser
ilustrado, porque de ahí depende el acervo con que comunique lo que sea que
tiene para decir. Además, eso le da las cualidades del buen conversador, el que
está en capacidad de sostener una charla, pero además hacerla amena, llevadera,
continua.
Es lamentable escuchar radio y
darse cuenta de que muchos periodistas solo dicen tonterías, hablan más que el
entrevistado, dicen verdades de Perogrullo o tienen un léxico pobrísimo,
provocando que uno se cuestione por el contenido de los currículos de
comunicación social en las universidades de acá. Llega uno a pensar que están
más preocupados por cómo aparecer en pantalla que por saber qué preguntar, y
claro, el consabido estribillo de ¡Arriba rating!
Dejando esas observaciones a un
lado, pensaba yo que el periodista debe constituirse como un buen enemigo; esto
es, alguien que obligatoriamente tenga la facilidad de ubicarse en las
antípodas ideológicas en la que se encuentre su entrevistado, pero que esto no
signifique hacer preguntas rastreras, parcializar las verdades o imponer en su
tono la bellaquería y el irrespeto; todo lo contrario, aun siendo implacable
con las preguntas que esgrima, debe prevalecer la cordialidad y que su imagen
sea sinónimo de objetividad, tarea nada fácil para un contexto en que es fácil
descubrir la tendencia política de los medios.
Pero estas observaciones no solo
son para el periodista político o investigativo, incluso aquellos que se
dedican a actividades menos nobles como la farándula, deberían prescindir de la
chabacanería y abordar la vida de los famosos con otro cariz. Escucharlos
hablar con frases plagadas de mas sin
embargos y en tono confianzudo es, cuanto menos, bochornoso.
Quizá esté hablando por mí el
nostálgico que no ha asimilado que atrás quedaron Judith sarmiento, Gloria
Valencia de Castaño y Bernardo Hoyos, pero me resisto a olvidar mi deseo de
encontrar en el periodismo colombiano, al menos uno, entre tanta mácula y
escoria, un buen enemigo que sepa preguntar.
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